De haber un manual de reglas de juego cinéfilas, debería incluir entre sus primeras indicaciones, casi como una prescripción pavloviana, la desconfianza frente a cualquier película que pretenda hablar del estado del mundo. Más específicamente cinematográfico es mostrar un mundo en particular y a partir de él establecer algunas ideas generales. Con esa sencilla premisa, en Las reglas del juego alcanza con entrar en una agencia de empleo en Lille, Francia, encargada de conseguir a adolescentes de la zona su primer trabajo, para entender buena parte del funcionamiento del mercado laboral actual, con sus métodos de selección homogeneizados y su apego a una eficiencia que siempre suena a engaño. Pero no se trata sólo de reducir la película a un dato sociológico: con una cámara ubicada siempre a la distancia justa y un montaje refinado que sabe acompañarlos en su odisea, el centro de la escena es para esos jóvenes que, mientras brillan como estrellas tristes, intentan hacerse.